miércoles, 24 de octubre de 2007

DEL RÚSTICO Y DEL SEÑORITO [20.01.2003]

Podemos maxinar ó Xanciño dos primeiros tempos colaborando na venta das cabazas do horto familiar, na feira da vila. Fotografía de Xesús López.

Pontevedra, 24.10.2007

Inclúo hoxe un conto de "Alicia Sisán", que foi publicado no seu día no Diario de Pontevedra. Trátase dunha historia aceirada na que se describe, paso a paso, como moitas veces se pode ir xerando o chamado autoodio, mesmo construir un resentido monstruo.
Paréceme un conto exemplar.

Del rústico y del señorito
por Alicia Sisán, vecina de Pontevedra

Había un pequeño rústico, nacido entre animales y aperos de labranza, que iba a la escuela con su boina capada y sus zuecos oliendo a cuadra. Durante los veranos coincidía en aquella modesta aula con otro niño, señorito de Madrid, que gustaba de repartir con él su bocadillo de chorizo de Cantimpalo a cambio de que el rústico Juanciño le enseñara a cazar pájaros con un tirachinas, tarea para la que estaba especialmente dotado. Por otra parte, doña Juanita, la madre de Alex, el niño madrileño, procuraba guardar la ropa que su hijo ya no usaba para regalársela al zagal. Don Valeriano (su marido) a su vez, contribuía a la maltrecha economía familiar de Juanciño dándole un duro de plata cada vez que el rapaz le lavaba el coche, un "Citroen" negro que era la admiración del muchacho, con aquel olor a gasolina y al cuero de la tapicería que a veces llegaba a marearle, acostumbrado como estaba al cálido y dulzón olor que emanaba la cuadra de su casa.

Cuando Juanciño se cruzaba por las corredoiras de su aldea con el señor cura, se apartaba a un lado, se descubría de su mugrienta boina y, respetuosamente, saludaba: -Usted lo pase bien, Don Amaro. El bondadoso preste, invariablemente le contestaba: -Vete con Dios, Juanciño.

Y el vivaracho y regordete Juanciño se iba a recoger el ganado que su padre había llevado al monte por la mañana. Así, entre la escuela, los pájaros, Don Amaro y los animales que tenían en la corte iban pasando los años de infancia de aquel Juanciño llamado a más altas empresas. Pasados los años, su padre lo mandó a la ciudad a estudiar. Como pudo, fue acabando los estudios y consiguió plaza de funcionario. Pero los años no pasan en balde y de aquel Juanciño tan educado y respetuoso quedaba poco. Se había convertido en un resentido contra los señoritos porque tonto, tonto, lo que se dice tonto, no era. Se daba cuenta de que, aunque ya no usaba aquella vieja boina ni llevaba ya el paraguas colgado a la espalda por el cuello de la remendada chaqueta heredada de su padre, y que en vez de zuecos calzaba ahora zapatos de fino tafilete, seguía siendo un rústico trasplantado a la ciudad, un patán que nunca podría llegar a ser como su amigo Alex.

Eso le llevó a odiar la aldea donde nació y a todo lo que le recordaba a su infancia. Acabó renegando de los curas, odiando a los señoritos que tanto le habían ayudado a él y a su familia y, ¡protegiendo a los pájaros!, a los que tanto había perseguido en sus correrías con Alex años atrás. Pero, sobre todo, acabó odiando con toda su alma a los automóviles, por el recuerdo de aquel "Citroen" al que tantas veces había lavado y sacado brillo con sus infantiles manitas. Tanto llegó a odiar a los coches y al olor a gasolina, que desde entonces sólo utilizaba una bicicleta, muy cara, eso sí, para sus deplazamientos.

Se hizo socio del Casino y del Club de Tenis de la ciudad en la que ahora vivía, para parecer un señorito. Pero hasta la despectiva mirada de los altivos porteros le humillaba, pues sabía que él nunca podría llegar a ser un señorito. Por eso, nunca se acercaba a la mesa que ocupaban Alex y su familia, a los que miraba desde lejos con desdén, queriendo aparentar una superioridad que sabía no tenía. Recordaba con tristeza el cuento de la mona vestida de seda, pero se mantenía invariable en su inútil y estéril papel reivindicativo de un señorío que sabía muy bien no se compra con dinero, ni se consigue tal título en ninguna universidad. El señorito, como el rústico, el japonés o el indio navajo, nace, no se hace. Ni es culpa ni es mérito de ninguno de ellos. Es la vida.

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